Cuando el cáncer me dijo: “déjese querer”

Publicado en revista Bienestar

Me encontraba delirando en la sala de urgencias de una clínica y me invadía el temor de que mi hermana tuviera que contarle a nuestra mamá un secreto que habíamos guardado con mucho sigilo: me había dado cáncer. No respondí bien al primer ciclo de quimioterapias y estaba en alto riesgo de perder la vida porque tenía las defensas muy bajas. Según oía en los pasillos, los médicos querían comprobar que no tuviera ninguna enfermedad o virus que, en mi estado, podía ser letal.

Mi mamá había afrontado, con valentía, una enfermedad cardiaca y su salud era muy frágil. Todos asumimos que nos vamos después de nuestros papás y ese día me aterraba pensar que ella se enterara de mi muerte sin poder despedirse y sin saber mi realidad.

Somos tres hermanos y preferimos callar porque no sabíamos si ella resistiría la noticia de saber a su hijo enfermo. Por eso, me inventé un viaje de trabajo a Barranquilla para llevar mi tratamiento sin involucrarla pero la realidad era muy distinta: dos meses antes me habían extirpado un testículo que contenía un tumor maligno y había empezado un proceso de tres ciclos de quimioterapia adyuvante para evitar una metástasis. Estaba calvo, el estómago me ardía y el sabor de la boca era pesado por los medicamentos.

¡Llámelo Dios, llámelo suerte, llámelo ciencia! Duré 12 días en la clínica en donde el equipo médico estuvo muy pendiente de mí y el peligro de muerte se alejó. Pero me sentía como un tigre enjaulado. “¿Por qué a mí?”; era la frase de batalla que siempre vociferaba, estaba lleno de miedo y de rabia. En 2017, tenía 36 años y consideraba injusto que la vida me tratara de esa manera. No le había hecho daño a nadie pero, mirando en retrospectiva, sí tenía mucho por mejorar: el compromiso con las cosas, creer más en mí y dejar de evadir lo que me dolía.

Hablando de tigres, hay una frase que le atribuyen a Bruce Lee: “esperar que la vida te trate bien por ser buena persona, es como esperar que un tigre no te ataque por ser vegetariano”. En algún momento de la vida, todos tendremos que ver de frente a la enfermedad, la que sea. Unos duramos más y otros menos, pero, en algún instante, la salud nos pondrá alerta con lo que somos y/o lo que hubiéramos podido ser.

Una vez salí de la clínica, no quería seguir con el tratamiento pero mi oncólogo tratante me llenó de motivación, con sentido del humor y con una buena dosis de realismo que me llevó a asumir mis posibilidades. Si bien mi cáncer de testículo no era fácil, también tenía amplias posibilidades de recuperación.

Sobre el cáncer se habla mucho pero existe mucha desinformación. Hay varios tipos con sus particularidades y tratamientos. Y las formas en que los pacientes lo abordan (o consideran que lo deben abordar) puede depender del entorno, el contexto o el momento que están viviendo; por mencionar algunas variables.

Si algo me enseñó esta experiencia, es la importancia de abrir el corazón. Es un ejercicio de escucha activa para el paciente, los cuidadores, los médicos, las enfermeras, los amigos y todos los involucrados. Por ejemplo, yo me encerré en lo que me estaba pasando y me costaba oír. Si me decían que mi cáncer tenía buen pronóstico, yo me enfocaba en el pequeño porcentaje de riesgo, no hacía caso, y hablaba con rabia.

Claro, es aconsejable que los demás también se pongan en los zapatos del paciente. Pero, si algo puede ayudar cuando uno pasa por esto, es dejarse querer. Procure tener un oncólogo con el que se sienta cómodo para hablar. Es fundamental que el equipo médico, psicológico y nutricional le hagan confiar y que uno se ayude haciendo más llevadera la situación, pensando como un equipo enfocado en superar la enfermedad. Eso me funcionó.

La verdad es que después de salir de la clínica necesitaba un impulso anímico porque me estaba matando de tristeza tener alejada a mi mamá y me llenaba de miedo que ella muriera en medio de mi distanciamiento; así que la busqué cuando había acabado el segundo ciclo de quimioterapias.

Me le aparecí calvo, sin cejas, pálido y hablé con ella como si nada. Sin revelar mi verdad. Mi mamá me miraba fijamente, extrañada, y con algo de sospecha me preguntó: “se ve como más atlético, ¿es que anda haciendo ejercicio?”. Yo estaba flaco, pálido, y solo me limité a responderle: “sí, mamá. Me estoy cuidando”. Ese día me acosté a su lado, me acarició y me dejé querer.

La paz de su cariño me dio el impulso para hacer el tercer ciclo de quimioterapias y acá me tienen contándoles mi historia. Ella ya no está y se fue sin saber lo mucho que hizo por mí en el momento más complicado de mi vida.
El cáncer es una enfermedad que no solo se cura con medicinas, también ayuda mucho sentirse querido.

Mi psicóloga decía que, cuando pasara la marea, vería mi proceso con otros ojos y yo me burlaba de ella. Alguien que no había vivido lo que yo estaba pasando, no podía opinar.

Pero la verdad es que sí. Cuando pasó, por lo menos yo, logré darle otra mirada y hasta me siento mejor conmigo mismo. A veces pienso: “si he logrado superar esto, podré con otro tipo de inconvenientes que trae la vida”. Sé que no es fácil asumir este tipo de diagnósticos, y puede que mis palabras le suenen vacías a algunos que atraviesan por un cáncer en estos momentos. Pero el tiempo les dará una nueva mirada sobre ustedes mismos, y ojalá sea muy positiva. De corazón, espero que les vaya muy bien.

¡Déjense querer que eso no duele!

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